Cuando escuché las palabras de Travis, sentí como todo caía, así como las torres amarillas de lego que armaba a los seis años. No puede evitar sonrojarme y decir: sigamos caminando.
La noche era fría y a lo lejos aún se escuchaban los gritos de un par borrachos, que en el malecón, se quejaban porque los habían botado del Bar “El Mojito”. Aproveché la coyuntura y empecé a hablar sin parar de los estragos del alcohol, de la adulteración de pisco en Estados Unidos y del pesado de mi vecino que armaba juergas todos los jueves y no me invitaba.
Travis sonreía y en lo que restaba del camino solo me interrumpió para recordarme que si Reinaldo, mi vecino, no me invitaba a su departamento era por aquella vez en la que me reí a carcajadas de su caída por las escaleras. En ese momento ambos empezamos a reir y por fin me relajé otra vez.
Intenté en vano seguir con el tema del alcohol así que volví a quedarme callada. Travis sacó de su bolsillo izquierdo del pantalón el malboro que le encanta, lo encendió y siguió pensativo con la mirada clavada en la vereda.. Llegamos a la L-14 y dijo: ¿Por fin dejarás de evitar nuestro tema?
Traté de negarlo todo, estaba atrapada tenía que decir la verdad, respiré y le dije con tono solemne: Sí Travis, fue una excusa para verte , pero ahora ya lo entendí todo. A lo que él respondió: ¿y qué entendiste? Yo solo atiné a hacer para arriba mis hombros y sentarme en el muro de la entrada. De verdad no entendía nada.
Travis me dio un chocolate para que me calmara y dejara de lado mi cara de confusión, se acercó a mi oreja y me volvió a susurrar ¿Qué no entendiste que también te extrañé? Déjame llevarte a Paris algún día para que luego puedas enmarcar nuestra foto junto a la torre.
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